Obra de Wim Delvoye

By Ingrid González

Todo es un proceso.

Esa es la primera conclusión que pude sacar después de la primera vez que vertí sangre ajena.

Me encontré a la mañana siguiente muy sucio, tenía ese líquido plasmático hasta en la boca, dentro de las uñas, a pesar de tenerlas muy cortas, se había anidado el desgraciado.

Yo no podía esperar más, entonces le boté el primer cuchillazo que cayó al azar en una costilla, hundiendo el filo doble entre sus cartílagos del tórax; el segundo, le arrancó una oreja, no me acuerdo cual con exactitud; el definitivo, en la garganta, y ya no me podían las fuerzas, el cuerpo no me daba para más faena. Todo es un proceso. Pensé, y me acosté a dormir.

Siempre he tenido sueños abstractos, raros. Sin embargo el de esa noche estuvo bastante claro, era de nuevo él, aquel parecido a una especie de ángel, no sé si hombre o mujer, pero en definitiva hermoso.

No decía nada, no movía ninguna facción del rostro tampoco. Era sublime, templado, fuerte, y al mismo tiempo se le notaba ciertos rasgos, ––quizás su lado femenino–– suaves, débiles, regios y un poco parcos. Estaba parado sobre una especie de tela color púrpura, el fondo del sueño siempre oscuro, y sólo me miraba. Así, me daba rabia, ira, por qué no me hablaba, yo podía sentir que tenía esa facultad; además de tener algo importante para decirme, y no hablaba, maldito. E inclusive parecía que me despertaba por eso mismo, el mal genio hacía que perdiera todo el sueño en la noche. Y esa noche ocurrió con exactitud lo mismo.

Estaba sudado, asqueroso, con los calzoncillos pegados a las nalgas, con la sábana adherida a la espalda, y a sorpresa mía era ya de madrugada. Me paré de la cama directo a la ducha, ahí me di cuenta del color que se iba encharcando en las baldosas, un color rojo desgastado. Sangre con agua.

Me dio mucho asco, corrí a bañarme los dientes después de la ducha. Lo mismo. Tenía la lengua y los dientes frontales rojos. Me cepillé cuatro veces seguidas, con enjuague bucal incluido. A veces me detenía en los movimientos de la muñeca con el cepillo, recordando el sueño, la locura de sueño, porque nada tenía que ver con la realidad.

Ahora el cuerpo, ¿qué hacer con el cadáver?, ¿dónde meterlo? Mientras me vestía pensaba sobre esto; mientras me preparaba el desayuno, mientras me lo comía…Por fin algo pasó por mi cabeza.

Me desnudé, luego extendí el plástico o la “pijama” color gris del carro en el patio de la casa. Hallé en el cuarto de las herramientas la motosierra, la miré con frialdad y para calmarme un poco la prendí antes e intente cortar un pedazo de madera que estaba al lado. Listo, ahora tenía puntería.

Coloqué el cuerpo boca arriba, traté de extenderle los cuatro miembros, pero ya se encontraba en rígor mortis, imposible. No me vestí de nuevo, iba a ser más trabajo, más sangre para quitar, en cambio, así empeloto todo se iría de nuevo por el sifón.

Lo miré, había sido la oreja derecha. Pobre, en definitiva, pobre y sin suerte a colmo de males; así como muchos hombres. Sin embargo no sentía nada de lastima por él.

Me miraba, los ojos estáticos, y de nuevo, el maldito asexual bello del sueño confuso apareció en mi cabeza. Se parecía al cadáver, por su silencio, por su cara en pause, sólo le faltaba el manto púrpura en lugar del ordinario pedazo de tela gris cubre metal. Busqué absurdo, aturdido, en cada armario de la casa, algo del color morado. Nada, nada, ¡malditas viejas de la familia! Ninguna tenía ni siquiera unos calzones morados, una pañoleta, algo, nada.

Yo tenía que poner ese cuerpo inerte sobre ese color, debía hacerlo, me imaginé el contraste de la muerte y la vida, como una posible oportunidad de combinarlas, y aún mejor, únicamente en mi cabeza, para mí. El cuerpo muerto sobre el color vivo del ángel, ¡perfecto! Me asomé por la terraza, era domingo y a esa hora de la mañana, pude concluir que la población colindante o estaba pasando una mañana de guayabo, o estaba rezándole a un muñeco de yeso, ¡aleluya!

Así sin ningún problema de pudor ajeno por mi desnudez salté a otra terraza donde sí encontré prendas púrpura: dos faldas largas. Robadas, ¿qué se pondrán las ancianitas el próximo domingo para que cuando se arrodillen no se les vean las concupiscencias?

Me dispuse a cortar las faldas por la mitad, quedaron extendidas a modo de “mantel” en el suelo. Acosté el cuerpo y sentí felicidad. Enfermo carnicero jugando con ángeles, colores sagrados y armamento quita partes.

Deslumbrante el cuadro que pinté esa mañana de oraciones foráneas, me encantó. El contraste con la piel pálida, rugosa, sobresalía el color del piso. Y en el fondo de mi obra, yo Dalí, yo cirujano, yo El Hacedor, yo el Diablo.

Arrastré la motosierra, la prendí y excitado comencé por la nariz, la oreja izquierda, los miembros inferiores, superiores; descanso, es muy duro cortar carne de cerdo.