Rubem Fonseca es un ermitaño autor de culto que no da entrevistas, pero que al igual que a esos otros autores, como Sallinger y Pynchon —amigo personal del autor— que no quieren ser el centro de atención, le ocurre algo peor, o mejor, según: se lo mitifica, se especula y se le achacan imaginarios; Fonseca se burla un poco de esto en Diario de un libertino, cuando el protagonista, Rufus, afirma: “Siempre he preferido que las personas que conozco no lean lo que escribo, principalmente después de que descubrí que soy una irrecuperable víctima del síndrome de Zuckerman. Así, cuando alguien me dice que leyó todos (en realidad son sólo cinco) mis libros, me dan ganas de salir corriendo”.

Sobre la vida de Fonseca se sabe que trabajó en la policía durante mucho tiempo, que tenía una habilidad inusitada para descifrar y someter a cualquier persona en una sala de interrogación, que estudió leyes en EEUU, y algunos otros datos que se encuentran en Internet. Sobre su obra se sabe que todo empezó cuando un amigo que lo visitaba en su casa accidentalmente encontró varios manuscritos de cuento, los leyó y quedó tan impresionado que con el beneplácito de Fonseca los llevó a un editor que los publicó en la forma de un libro llamado Los prisioneros.

Desde su primera publicación en 1963 hasta el día de hoy, Fonseca ha escrito sin parar. Mucho se ha dicho sobre El cobrador (1979), Feliz año nuevo (1975), Agosto (1990), etc. Por ejemplo, que su obra trata sobre las oscuridades de la condición humana más que ser meros policiales, según sus seguidores, con lo que estoy completamente de acuerdo. Por lo mismo, decidí concentrarme en uno de sus últimos libros, Historias de Amor, que, contando los años (desde 1925), escribió a los setenta y dos. El libro empieza con Betsy, sobre una perra de dieciocho años agonizante que finalmente muere en los brazos de su amo. Recuerdo como antes de tener suficiente dinero para comprar el libro, cada vez que  pasaba por una librería y veía una copia de Historias de amor sin sellar, leía Betsy en dos minutos. Una vez casi paso una vergüenza al ver que una vendedora se me acercaba, pues yo acababa de terminar de leer el cuento y aún tenía los ojos húmedos. Dejé el libro en la estantería y me fui. No quería que me vieran así. No es mucho lo que se puede decir de un gran cuento de una página, además de la sensación que produce. El libro sigue con Ciudad de Dios, otro relato muy corto y contundente aunque no tan efectivo como Betsy. Eso sí, uno de los más violentos y lúgubres del autor. El siguiente es Familia, un cuento que reúne algunos de los mejores aspectos de Fonseca, el humor, la emotividad y la sensualidad, pues se trata de una historia de amor (como las otras) pero de dos lesbianas. El cuarto relato es El ángel de la guarda. Lo considero, al lado de Once de Mayo, de El cobrador, como el cuento más perfecto y emocionante que el homenajeado haya escrito. Éste además, posee alguna recóndita cualidad que, a pesar de mi profunda admiración y repetidas lecturas, aún no descifro, pues no concibo cómo una historia tan modesta pueda cambiar el color de una tarde y hacerme abandonar cualquier otra lectura que, en comparación, casi siempre resulta menor. Tal vez sea porque se trata del amor de dos inadaptados solitarios. Tal vez sea el rotundo y austero lenguaje que permite que la lectura sea como deslizarse sobre una fina seda china para darse de narices contra un muro de concreto. El siguiente, Viaje de bodas, un cuento verdaderamente romántico, desde una perspectiva insólita pero real, escabrosamente real. Éste último también tiene la cualidad de evidenciar el talante sinfónico de la disposición de los relatos. Uno de los logros de Viaje de bodas, además de todos los elementos que aseguran su eficacia autónoma, es el de su posicionamiento en el libro. Esto (no hay otra forma) lo comprenderá ud. cuando lea Historias de amor. El último cuento (después explicaré porqué lo considero el último) es El amor de jesús en el corazón, que narra con gran pericia las repercusiones del fanatismo, o del amor mal enfocado, que suele desembocar en violencia.

En realidad hay un cuento más (¿de más?) en Historias de amor. Se llama Carpe diem. Y después de tanto amor, debo decir que lo odio.

Carpe diem dista de ser un mal cuento. Tiene muchos elementos valiosos y algunos de los característicos del autor: humor, intriga y ritmo. Fui específico al decir características en lugar de cualidades, especialmente cuando se trata del ritmo. Fonseca es un autor contemporáneo, y por lo tanto, muy preocupado por la cadencia de sus narraciones, ya sean cuentos o novelas. Su tratamiento de los diálogos suele ser el siguiente: frases en ráfaga con cero acotaciones. Me gusta la atención que esto requiere y el carácter de “hágalo usted mismo” al llenar los espacios en blanco. Esto, no obstante, puede llegar a ser problemático en lugares como Carpe diem, cuando uno se ha acostumbrado a formar tales vínculos emocionales con los demás personajes y las otras historias… cuando uno se ha acostumbrado a la belleza plástica de cada narración, y después se encuentra con la trama y los personajes frívolos de Carpe diem. Más que los personajes, es frívolo el tratamiento que se les da, por lo menos, en comparación con el resto de Historias de amor. Carpe diem hubiera quedado mejor parado en Lucia McCartney, por ejemplo. Mi imaginación de fanático concluye que se trata de un compromiso editorial. Que ésta no fue capaz de aceptar un libro perfecto de setenta páginas y forzó una última historia, casi una novela corta, pues por poco ocupa la mitad del libro.

El otro día estuve ojeando otro libro de Fonseca y se me ocurrió algo. Se trataba de Pequeñas criaturas, su libro de cuentos que, en conjunto, menos me gusta. Hay relatos fabulosos, el problema es que hay demasiados y muchos se presentan como un crudo esbozo, tal vez una experimentación sin mucha transpiración. Los cuentos destacables son: Paz, Mi abuelo, muy por sobre todo, Las nueve y media. Los dos primeros ya acreditan el enorme talento del autor, pero Las nueve y media quita el aliento. Es un cuento de nueve páginas acerca de la venganza de un padre; venganza por el amor que le fue arrebatado. Cuando leo Las nueve y media, siento que todas las trescientas cuarenta y tres páginas de Pequeñas criaturas se consolidan en esas nueve. Siento que si volteo las páginas voy a seguir viendo: Las nueve y media, Las nueve y media… No se puede decir mucho más. Ahora recurro a mi arbitrariedad de fanático. Tomo Carpe diem y lo dejo en alguno de sus primeros libros de cuentos. Tomo Las nueve y media y lo meto en Historias de amor. Y si a la editorial rechaza el inmejorable pasquín de setenta y nueve páginas, que se joda.

Finalmente, con toda esta juguetona elucubración de entusiasta obseso, lo que realmente quiero expresar es: desde que estoy metido en esto de la literatura, Rubem Fonseca siempre ha sido mi lugar seguro ante cualquier tipo de crisis, ante el agobio y hastío que me producen los figurines que infestan los cafés del centro de la ciudad, ante los textos pretenciosos que se chorrean en adjetivos y vacuidad, ante la ausencia de imágenes valederas en una ciudad que a veces parece no tener más que sordidez grisácea. Ojalá Fonseca viva y escriba hasta los cien años.